La noche fría

La pasarela del cielo

La casa estaba sola y el rítmico lamento del suelo de madera podrida se escuchaba cada vez más cercano, casi a mi lado,  entreverándose insistente con el bramar del viento. Me tapé los oídos y me acurruqué en lo hondo de aquellas sábanas que olían a polvo y años. De repente, un silencio atronador ahogó por completo el silbar del viento y el crujir de tablas en un pozo de negro miedo que hizo silbar mis oídos. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y multitud de imágenes truculentas se barajaron sin orden en mi cerebro enfebrecido, diluyéndose al fin en la irrevocable certeza de que no estaba solo. 



En efecto, de nuevo el gemir de aquellas maderas, cada vez más nítido y cercano se revelaba cíclico y pausado tal que el caminar sereno de algún extraño de fatales intenciones acercándose a la puerta; la misma pesada puerta que estúpidamente había dejado abierta al acostarme. 
Retiré bruscamente las sábanas de mi cabeza escrutando excitado la semioscuridad de aquella pomposa estancia victoriana...
 ¡Nunca pensé verme en estas! Quien se aproximaba a la puerta bien podría ser cualquiera de los que me propusieron este absurdo juego justo la tarde anterior en la taberna del pueblo; deseaba con todas mis fuerzas que fuese uno de ellos que viniese pretendiendo hacerme perder la apuesta al descubrirme asustado y de paso,  reírse un poco de mi. No tendría nada de extraño tras aquella  estúpida noche de alcohol y ridículas apuestas. Sí, deseaba que aquellos pasos que habían sembrado en mi este irracional miedo perteneciesen al fin a uno de ellos, o a los dos compinchados,  que se acercasen aguantando a duras penas sus risas burlonas. 

Sí, porque sólo soy ese extranjero que había cometido el error de pavonearse de despreciar sus costumbres de pueblerinos.
Hacía sólo unas cuantas horas que me encontraba de paso hacia la ciudad de Colonia donde me esperaba un nuevo jefe de ventas. Pensé hacer el viaje de una sola vez, pero me encontré un atasco por culpa de la nevada de la noche anterior a la altura de Dortmund y, desesperado por la lentitud de la caravana no tuve más remedio que parar justo antes de la anochecida a la altura de Winterberg, un pintoresco pueblecito de montaña que aparecía a mitad de camino de mi destino, enterrado en nieve casi hasta los dinteles de las ventanas. Eran más de las cuatro y el hambre y el cansancio apretaban como lobos aulladores desde mis tripas, así que dejé mi coche a las puertas de una pequeña taberna que olía a calor humano y comida caliente. Allí me dejé caer de mala manera en una de las sillas cansado de hacer kilómetros, y pedí la carta.
Los precios estaban bien, la comida, prometía... Encendí un cigarrillo mientras esperaba mirando por la ventana más cercana. Caía la noche y me vinieron a la mente las palabras de ira que Juliane me dedicara hace dos días, cuando descubrió que de nuevo me había gastado casi todo mi sueldo en las apuestas... Un trago de saliva amarga me hizo encoger los hombros, pensé que había perdido para siempre su respeto ya que hacía tiempo que mi mala cabeza había matado su amor. Sus palabras retumbaban insistentes entre mis sienes y la espera de mi plato se estaba haciendo demasiado desagradable. 
En la mesa contigua había dos hombres algo rudos que tenían aspecto de asalariados del campo o quizá de la pequeña estación de esquí que había visto a la entrada del pueblo. Mientras les observaba intentando establecer su estatus, ellos se me quedaron mirando fijo y sin disimulo, así como se mira en los pueblos pequeños a los extranjeros. No se me ocurrió otra cosa que convidarlos a una cerveza mientras me traían las dos chuletas de venado con patatas que me había pedido ya hacía un rato. No sé porqué se me ocurrió hacer semejante estupidez, puede que pensara que resultaría entretenido pasar el resto del día en compañía de gente sencilla y agradable, o simplemente, no lo pensé.
 Les expliqué que estaba de paso y buscaba un hostal limpio y barato donde pasar la noche, ellos me hablaron de varios hostales que había próximos a la taberna que no tenían nada de baratos, ya que estábamos en plena temporada de esquí. También me contaron que trabajaban para una pequeña fábrica de electrónica entre Winterberg y Chuchil, y no en la estación de esquí como yo había pensado en un principio, puesto que ya llevaba años a media marcha por la bajada del turismo. 
La cerveza corrió más de la cuenta, el ambiente era distendido y agradable, la charla de los dos hombres era amena y sin saber de qué manera, esta desembocó en la leyenda local del "Caserón azul" y sus emparedados vivos... 
Cuanto más relataban Jungen y Karl sus historias de tremendos crímenes y de gente emparedada en lugares de cuento chino, más corría el alcohol, mis comentarios burlones y las risas de todos. Al fin,  Karl, el que parecía algo más serio, comentó que si de verdad no me creía nada podía ahorrarme el pico del hostal y pasar la noche gratis colándome en el Caserón azul...Yo, claro está, como no tenía ganas de gastar ni de parecer un cobarde de ciudad, acepté desafiante y divertido por la situación, aunque en el fondo no me hacía ninguna ilusión pasar la noche en una construcción vacía y abandonada...
Salimos ya cerrada la noche, tambaleándonos y al volver la esquina, Jungen señaló la cercana colina diciendo con voz tomada por el alcohol y la risa:
 _Mira Adler, vamos en mi coche que esta noche duermes acompañado. Ese de ahí arriba es el Caserón azul, el de los emparedados-, y acto seguido soltó una risotada que Karl y yo secundamos, he de confesar que ellos bastante más divertidos que yo...
Todos reímos abiertamente y subimos a la destartalada furgoneta de Jungen.  En algo más de diez minutos paró el vehículo frente a una altísima verja de hierro que estaba entreabierta y a través de la que se imaginaba un camino colmado de nieve. A unos cincuenta o cien metros estaba el  enorme y antiquísimo caserón recortando sus tejados cargados de nieve sobre el cielo púrpura de la próxima tormenta. Conforme me acercaba reconocía sus cornisas que se veían vencidas por el peso de los años, así como un visible derrumbe en el ala izquierda. 
-Mira, Adler, -dijo Jungen inclinándose para poder hablar entre risas y burlas-  tú entras, siempre está abierto porque no hay miedo de que nadie se acerque por ahí para ser emparedado con los demás muertos-  Todos reíamos...
-Bueno, es que hace frío, vamos a dejar esto y mejor me lleváis a un hostal que sea baratito y tenga calefacción- acerté a decir...
-¡De eso nada, ahora no te rajes, cobarde!- chillaba Jungen mientras me empujaba por la puerta de la casa-  Venga, que ahí está todo como lo dejó la familia, hay de todo: ropa en las camas, en los armarios y hasta comida podrida en las alacenas- rió de nuevo levantando los brazos y la voz entre carcajadas 
-Mañana vendremos al amanecer antes de entrar a la fábrica y si has cumplido, ya te has ahorrado el hostal y te ganas un buen desayuno con todos los extras...
-El vino y las insistencias de los dos pueblerinos con ganas de quedar por encima de uno de la ciudad con sus patrañas de viejas me acabaron de convencer.
-Venga, aquí estaré mañana al amanecer y espero ver cómo os tragáis los dos vuestras historias de fantasmas y asesinos emparedadores- dije riendo entre dientes y colándome entre las dos enormes puertas cargadas de cadenas desatadas e inservibles. 

El sudor frío recorría todo mi cuerpo, me había dejado llevar por un terror absurdo y los ruidos que recorrían la casa eran cada vez más fuertes y cercanos distinguiéndose entre el viento y los crujidos de tablas un débil pero claro gemir que a la fuerza intenté que me pareciera humano, aunque en el fondo recordaba al de cientos de almas en pena gritando de dolor y espanto desde los mismos avernos. Sentía un fuerte dolor en el pecho y cada vez me costaba más respirar. Me di cuenta de que debía salir de aquella situación absurda y me convencí de que todo aquello no era más que fruto del alcohol, la resaca y puede que del mismo remordimiento. Decidí salir corriendo de aquella cama de pesadilla pero al abrir los ojos que mantenía instintivamente cerrados, no vi nada. Tampoco conseguí incorporarme a causa de algo duro que delante mismo de mi cara, me lo impedía. Lo palpé en todas direcciones con las manos al tiempo que abría los ojos más y más por ver lo que pasaba. Su tacto era frío como el de una piedra y el dolor de mi pecho aumentaba proporcionalmente a mi miedo, haciendo de mis pulmones pequeñas balsas de aire viciado; sudaba y hacía mucho frío. Traté, tembloroso y sin cesar, de encontrar un hueco para poder salir de aquel horrible lecho; lo intentaba, pero no lo encontraba...¡ No existía!! Los llantos sobrenaturales, el rumor y el viento se escuchaban cada vez más cerca; casi soplaban su inmenso dolor en mis oídos, y mis propias quejas y mis propios llantos se mezclaron con los de ellos, por los siglos de los siglos.


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